El Cabezón y Martín son primos, se criaron juntos y son como carne y uña. Cuando uno estornuda el otro se limpia la nariz. No saben muy bien lo que es la simbiosis, pero ellos son un ejemplo perfecto de unidad. El Cabezón y Martín acarician los treinta, pero no se nota. Es que uno arrastra parte de una acné que lo persiguió de adolescente y con eso disimula, mientras que el otro, con una moral de fierro se ríe de su pelada incipiente y hace milagros con el gel. Salen a bailar juntos, tienen idéntico grupo de amigos y manejan los mismos códigos.
Sin embargo hay una cosa que los diferencia y divide las aguas de manera definitiva. A la hora de jugar al papi, en ese especie de ritual que tienen todos los martes a la noche con los viejos compañeros del secundario, el Cabezón tira caños y sueña que es el yorugua así a secas, y rememora a Rubén Paz, mientras que Martín aprovecha ese mechón rebelde para meter pases geométricos e imitar a Bochini. Cada semana previa al clásico están distintos. Se encuentran, se ven y cumplen con todos los mandamientos que los unen, pero a medida que se va acercando el domingo, las horas se hacen eternas y el reloj parece de arena. Esta vez encima, tuvieron que alterar la rutina ya que hubo que madrugar el domingo, pero como no hay mal que por bien no venga, la tarde pudo ser aprovechada por ambos para ver a "esa amiga con derecho a roce".Hicieron lo mismo de siempre. Se encontraron en la Avenida Mitre, se saludaron con naturalidad tratando de disimular los nervios, transitaron las pocas cuadras comentando los temas menos apasionantes que un mortal puede tratar y por culpa del cacheo policial se separaron a los pocos minutos.Martín entró rápido, sabía que el rojo llevaría "una banda de aquellas" y entonces quería tener una buena ubicación en esa popular que ya estaba nutrida. El Cabezón respetó sus cábalas aún yendo contra ese domingo que recién se estaba desperezando, y por eso contrariando el horario compró el chori sin pensar en sus efectos . "Todo sea por la Academia" pensó, y le metió para adelante. Después se confundió entre la gente y celebró la puesta en escena de la hinchada con banderas y globos.
El partido solo les dio calor en el primer tiempo. El Cabezón aplaudió los enganches de Maxi Moralez, grito con la vena hinchada el gol de Sava, (justo un "colorado" amargando al rojo) y temiendo lo peor por adelantado se lamentó por las chances desperdiciadas en ese comienzo alentador. Martín aguanto estoicamente ese inicio tan frustrante e igual que todos los "diablos" esperó que cambiara la marea. Cuando Rodríguez puso las cosas iguales festejó con un viejo que tenía al lado, se bancó la avalancha y recordó a otros tantos orientales que hicieron grande la historia del rojo.El complemento los aburrió como a todos. Solo la elegancia de Pellerano sacó del tedio al Cabezón y la chance clarita de Denis hizo que Martín se encendiera nuevamente.
El resto fue pensar lo mismo que los jugadores y arriesgar poco para la victoria, si el riesgo era terminar con una derrota.El final los encontró a los dos gritando como desaforados. Los separaban más de cien metros pero los igualaba la pasión. Uno le gritaba por las copas obtenidas, el otro lo verdugueaba por el transitorio alquiler de su cancha .
Una hora después del cierre, se encontraron en el mismo lugar del que habían partido y como les pasa siempre en los últimos tiempos, empezaron hablando del partido, para rápidamente empezar e recordar la rica historia de ambos. Concluyeron que la fiesta estuvo afuera, que los recuerdos inolvidables son los peores enemigos de la actualidad de los dos y que en momentos en los que hay que tener calma, lo único que no tendrán los técnicos será tiempo para trabajar tranquilos. La pizzería los esperaba y el olor de la fugazza ya los estaba llamando. El domingo era todo para ellos y el sol era una maravilla. Valía la pena aprovecharlo,y olvidar lo que pasó, porque a la Avellaneda futbolera hace tiempo que la invade un eclipse.